Cristo no es un sacerdote cualquiera, sino aquel al que el Dios de paz resucitó de los muertos-  Esto lo hace único. El Señor Jesucristo está dotado del “poder de una vida indestructible” 

Una de las enseñanzas más claras del Nuevo Testamento es la que señala a Jesucristo como el único y sumo sacerdote de su Iglesia, es decir, como el único mediador entre Dios y los hombres. Aunque existen indicaciones del oficio sacerdotal de Cristo en los evangelios (Evangelio de Mateo 22:41-46, 26:63-64, Evangelio de Marcos 14:61-62), es particularmente la epístola a los Hebreos la que presenta a Jesucristo, el Hijo de Dios, como ese definitivo sumo sacerdote. Esto no puede sorprendernos en modo alguno ya que el propósito del autor de la epístola a los Hebreos es demostrar la superioridad de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, sobre todo y todos. Así, la epístola incide en su excelencia sobre los ángeles. La gloria de Cristo es mayor que la de Moisés e, incluso, su sacerdocio pone fin al orden sacerdotal de Aarón y sus descendientes, al constituir su decisivo cumplimiento.

Esa primacía del oficio sacerdotal del Hijo de Dios se asienta, de entrada, en la unión de sus dos naturalezas en una sola persona. La epístola a los Hebreos detalla minuciosamente su doble naturaleza, divina y humana. Jesucristo era verdadero hombre. Al comienzo de esta carta se nos dice: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre. Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Epístola a los Hebreos 2:14-17). La Escritura, además, subraya su cercanía a nosotros al elegir hacerse hombre para ser afligido y sometido a prueba. Y por eso mismo, Jesús puede compadecerse de nuestras debilidades y socorrernos cuando somos tentados. Un hombre que, aunque “padeció siendo tentado” (Epístola a los Hebreos 2:18), no pecó jamás. Fue siempre “santo, inocente y sin mancha” (Epístola a los Hebreos 7:26). Al mismo tiempo, la epístola a los Hebreos, en armonía con el resto del Nuevo Testamento, revela con precisión que Jesucristo era Dios mismo. El autor de esta carta, citando el Antiguo Testamento, llama a Cristo Dios: “Mas del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; cetro de equidad es el cetro de tu reino” (Epístola a los Hebreos 1:8). Además, el Hijo es aquel por quien Dios ha hecho el universo (Epístola a los Hebreos 1:2). En las palabras del Salmo 102, que Hebreos refiere al Hijo: “Y: Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas Tú permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura, y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero Tú eres el mismo, y tus años no acabarán” (Epístola a los Hebreos 1:10-12). Cristo es, por tanto, verdadero Dios y hombre. Y es precisamente por la permanente posesión de ambas naturalezas que puede ser nuestro único y final sumo sacerdote (Epístola a los Hebreos 5:4-5).

Pero, en segundo lugar, la epístola a los Hebreos no sólo asienta la preeminencia de Jesucristo como sumo sacerdote sobre la unión de sus dos naturalezas; incide también sobre el hecho de que Cristo no es un sacerdote cualquiera, sino aquel al que el Dios de paz resucitó de los muertos (Epístola a los Hebreos 13:20). Esto lo hace único. El autor de Hebreos nos explica las implicaciones de esa resurrección de entre los muertos de nuestro Señor Jesucristo. Cristo está, de entrada, dotado del “poder de una vida indestructible” (Epístola a los Hebreos 7:16). Y es que Cristo, a diferencia de los sacerdotes judíos, ha vencido a la muerte y por ello permanece para siempre, por lo que su sacerdocio es un sacerdocio inmutable (Epístola a los Hebreos 7:24). Es más, el Cristo resucitado traspasó los cielos (Epístola a los Hebreos 4:14) y ahora está sentado “a la diestra del trono de la Majestad en los cielos” (Epístola a los Hebreos 8:1). Esta posición de máximo honor la ocupa el Señor para nuestro beneficio. Podemos acercarnos con seguridad ante el trono de la gracia de Dios “para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Epístola a los Hebreos 4:16). Y, además, podemos estar convencidos de gozar, en todo momento, del favor divino, ya que Cristo puede “salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Epístola a los Hebreos 7:25).

Finalmente, los sacerdotes del Antiguo Testamento eran los encargados de presentar “ofrendas y sacrificios por los pecados” (Epístola a los Hebreos 5:1). Era así como llevaban a cabo su obra de mediación entre Dios y los hombres. En este sentido, también, podemos apreciar la superioridad de Jesucristo sobre los sacerdotes levíticos, ya que Jesús es el sacrificador y el sacrificio mismo. No sólo es el único y sumo sacerdote de la Iglesia, es también, y al mismo tiempo, el sacrificio mismo que se ofrece (Epístola a los Hebreos 7:27). Es por medio de la ofrenda del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, es decir, por su muerte, que somos verdaderamente reconciliados con Dios (Epístola a los Hebreos 9:14, 10:10, Epístola a los Romanos 5:10). Cristo llevó sobre sí el castigo de nuestros delitos y pecados. Como ya enseñó el profeta Isaías: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas el Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Profecía de Isaías 53:4-6). A la luz de este y otros muchos pasajes, debemos entender la obra de Cristo como la de un sacrificio sustitutivo. Es decir, Cristo puso su vida en lugar de la nuestra. Y lo hizo para llevar sobre sí la justa pena o castigo que merecen nuestros propios pecados. Nuevamente en palabras de Isaías, Cristo “puso su vida en expiación por el pecado” (Profecía de Isaías 53:10). Su muerte, penal y sustitutoria, garantiza ahora nuestra vida, ya que por medio de la fe en su sangre recibimos el perdón de todos nuestros pecados y podemos, por ello, estar persuadidos de nuestra salvación.

Tal sacrificio tiene un carácter único y es, por ello, irrepetible: “pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado: Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Epístola a los Hebreos 9:26-28). A diferencia de lo que ocurría con los sacrificios de los sacerdotes judíos que se ofrecían, día tras día, de pie ante el altar, el de Cristo sólo se hizo una vez en el Calvario. Los sacrificios prescritos en la ley de Moisés se repetían incesantemente porque esos sacrificios no podían quitar, de verdad, los pecados (Epístola a los Hebreos 10.11). El de Cristo sólo se hizo una vez “porque” Cristo “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Epístola a los Hebreos 10:14). Es decir, el sacrificio de Cristo sí ha borrado verdaderamente los pecados de su pueblo delante de Dios. No necesitamos ofrecer ningún otro sacrificio, “pues donde hay remisión de estos, no hay más ofrenda por el pecado”, dice la Escritura en la epístola a los Hebreos 10:18. Por ello, el sacrificio de la cruz no necesita ser repetido, perpetuado o actualizado. De hecho, el sacrificio de Cristo es la consumación irreversible de los sacrificios del Antiguo Testamento. Cristo es el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Evangelio de Juan 1:29). La prueba de la eficacia incesante del sacrificio del Hijo para perdonar nuestros pecados y acercarnos a Dios es, precisamente, el hecho de que Cristo se ha sentado a la diestra de Dios (Epístola a los Hebreos 10:12). Esto significa que ya no hay necesidad de ningún otro sacrificio. Sólo el de Cristo nos salva por la fe en Él.

Por tanto, según la epístola a los Hebreos tenemos a “un gran sacerdote sobre la casa de Dios” (Epístola a los Hebreos 10:21). Para venir con confianza delante de Dios no necesitamos de ningún otro sumo sacerdote. Sólo Jesucristo es, y será, nuestro sumo sacerdote para siempre. Sólo es Él el único mediador entre Dios y los hombres (1ª Epístola a Timoteo 1:15).

Artículo escrito por José Moreno Berrocal y publicado originalmente en el periódico "El Semanal de La Mancha" el viernes 22 de marzo de 2013. Publicado con permiso.