Jesucristo no es un regalo merecido; este regalo es el mejor de todos los regalos posibles. Jesucristo es el único regalo que nos será de eterno beneficio. “¡Gracias a Dios por su don inefable!”

Los regalos son, sin duda alguna, uno de los aspectos esenciales de las entrañables fiestas navideñas. Los niños, que son los principales beneficiarios de los regalos, aunque no los únicos, disfrutan especialmente de este festín de presentes en estas fechas. Ya sea el día 6 de enero, o ¡el 5 por la noche para algunos!, o bien el 24 o el 25 de diciembre, o ¡durante todos estos días de fiesta!, regalar, o recibir regalos, es una de las actividades más señaladas de estos días.

Esta costumbre de regalar por Navidad, es decir, por estas mismas fechas de finales de año o principios de otro, está ya presente en algunas de las antiguas culturas y civilizaciones. Pero, entre los cristianos, parece que se origina particularmente al reflexionar sobre la visita que los magos venidos del oriente hicieron al niño Jesús. Es Mateo el que se hizo eco de ese ilustre viaje. El evangelista nos dice que estos magos: “al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Evangelio de Mateo 2:11). El niño Jesús recibió, pues, regalos nada más nacer y, por ello, la costumbre de regalar en el cristianismo, en especial a los niños, por Navidad.

Pero no son solo los magos los que regalaron en aquella primera Navidad. En realidad, ellos agasajaron a Jesús como reconocimiento del más portentoso regalo que jamás haya recibido la humanidad. Ese regalo es Jesucristo mismo. El más precioso don de Dios. Dice el apóstol Juan: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Evangelio de Juan 3:16). Jesucristo, pues, es el regalo de Dios a un mundo perdido. Muchos, sin duda alguna, no lo verán así. Pero, de la misma manera que para apreciar un obsequio en todo su valor, debemos examinarlo cuidadosamente, así es nuestro deber examinar a Jesucristo para poder entender porque es el más grande y el más adecuado presente de Dios al ser humano. El regalo de Dios a la humanidad, Jesucristo, es el mejor de todos por las siguientes razones:

En primer lugar, notemos que Jesucristo no es un regalo merecido. En un sentido, un verdadero regalo nunca es merecido. Pero, normalmente, nosotros regalamos a aquellos que son nuestros seres queridos, o nuestros amigos, o a aquellos que nos han hecho un favor. Pero, es que en el caso de la humanidad, ¡Dios agasaja a sus propios enemigos! Por naturaleza nosotros no amamos a Dios. Más bien, somos enemigos de Dios (Epístola a los Romanos 8:9). Es decir, ni nos gustan las leyes divinas, ni respetamos su supremacía. Nuestros pensamientos y acciones demuestran que Dios está lejos de nosotros. Entonces, ¿por qué nos envía Dios a su Hijo? ¿Por qué lo presenta como un regalo? Porque Dios es movido a dar por lo que Él mismo es. Dar surge de la misma naturaleza de Dios, del hecho de que Dios es amor (1ª Epístola de Juan 4:8). Por eso, el mismo apóstol Juan aclara esta realidad y añade, escribiendo: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1ª Epístola de Juan 4:10). El amor de Dios no es, en primer lugar, respuesta a la supuesta bondad de la criatura, sino una acción que sale del mismo ser de Dios, del hecho de que Dios es, sencillamente, amor. Amor inmerecido y, por tanto, aún más sorprendente pues su objeto es un rebelde: “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Epístola a los Romanos 5:7-8).

En segundo lugar, debemos notar que este regalo es el mejor de todos los regalos posibles. En la persona de Jesús de Nazaret debemos observar cuidadosamente que estamos ante el mejor de los hombres. El más humano de los humanos, si así se puede decir. Aquél que no hizo pecado ni se halló engaño en su boca, como testificó uno de sus contemporáneos, el apóstol Pedro (1ª Epístola de Pedro 2:22). Jesús es el Hijo del Hombre, el modelo y espejo de la humanidad, lo que todo hombre debiera ser. Pero es que, además de darnos a un humano inocente y perfecto, Dios nos ha regalado, en esa misma persona, a su Hijo Unigénito. Dios no envió a un ángel al mundo para encarnarse, sino a su propio Hijo. Es decir, es Dios mismo el regalo de Dios a la humanidad. No olvidemos que Jesucristo no es simplemente un gran hombre, sino que además de ser el mejor de los hombres, es también Dios hecho carne, la segunda persona de la Trinidad. Ya lo dijo el mismo Jesús cuando afirmó: “Yo y el Padre uno somos” (Evangelio de Juan 10:30). Que los judíos entendieron esas palabras de Jesús como una afirmación de su divinidad, lo prueba el hecho de que le acusaron de blasfemia, e intentaron apedrearle por ello, versículos 31-33. Pero Jesús es Dios y por ello, el apóstol Tomás, al contemplar al Hijo de Dios resucitado, no puede más que exclamar: “Señor mío, y Dios mío” (Evangelio de Juan 20:28). Muchas veces las personas intentan suplir su falta de tiempo para con sus seres queridos por medio de costosísimos regalos, por medio de cosas cuando, en realidad, el mejor regalo que le podemos hacer a la gente, y sobre todo a nuestros seres queridos, es el de nosotros mismos, el de nuestra propia presencia. Dios, es verdad que nos da muchas cosas buenas, “hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (Evangelio de Mateo 5:45). Pero además de esto, debemos apreciar que, en su Hijo encarnado, Dios no nos da algo, nos da a Alguien. Y ese Alguien no es un cualquiera, sino aquel al que el profeta Isaías llamo “Admirable Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de Paz” (Libro de Isaías 9:6). ¿Qué mejor regalo que una persona como la de Jesús?

Finalmente, Jesucristo es el único regalo que nos será de eterno beneficio. Muchas veces recibimos regalos que no son de mucha utilidad o tienen una pronta caducidad. Pero el regalo de Dios a la humanidad, nuestro Señor Jesucristo, tiene beneficios para esta vida y para la venidera (1ª Epístola a Timoteo 4:8). Innumerables personas pueden testificar del hecho de que sus vidas han cambiado para mejor desde que son cristianas. Recibir a Jesús como Señor y Salvador personal nos trae incontables beneficios en esta vida. Pero, no olvidemos que todos, tarde o temprano, tenemos que morir. La muerte nos llegará finalmente a todos. Ante esa perspectiva, la Biblia no enseña que la gloria de Jesús consiste también, en parte, en el hecho de nos libra de la condenación final y nos otorga la vida eterna. Esa salvación que nos ofrece Dios en Jesucristo es una realidad por el hecho de que nuestro Señor murió en una cruz romana. Allí “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo padeció en lugar de los injustos para llevarnos a Dios” (1ª Epístola de Pedro 3:18). Isaías, el profeta evangélico, llama a Jesús “varón de dolores, experimentado en quebrantos” (Libro de Isaías 53:3). Para poder ser un regalo para el ser humano, Jesús tuvo que ser quebrantado por nuestros propios pecados, para de esa manera llegar a ser nuestro Salvador. ¿Encontrarás algún regalo más de más valor que Jesucristo?

Por tanto, celebrar la Navidad no consiste en primer lugar en dar, sino en recibir. Necesitamos humildad para reconocer que más que ricos, cada uno de nosotros es, en palabras del mismo Jesús a la iglesia de Laodicea, un “desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Libro de Apocalipsis 3:17). Celebrar la Navidad es recibir con alegría, de parte de Dios, a su Hijo encarnado. Ese recibimiento de Jesucristo es por la fe en Él. Solo por fe en Jesús podemos verdaderamente celebrar la Navidad. La fe consiste en apreciar y valorar el gran regalo de Dios que nos beneficiará ahora y siempre. Es confiar en ese regalo para afrontar así la eternidad con seguridad. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2ª Epístola a los Corintios 9:15).

Artículo escrito por José Moreno Berrocal y publicado originalmente en el periódico “Canfali” el viernes 22 de diciembre de 2000.